jueves, 23 de agosto de 2012

Terrazas de Tallai



   Después de la bahía de Halong, vuelvo a Hanoi, tengo billete de autobús para Nanning, una ciudad de china.
A la mañana siguiente me doy cuenta que me he dejado la mochila en un bar en la calle (unas mesitas y taburetes de plástico en la acera) así que me acerco al sitio pero por la mañana hay otra familia con otro bar, así que cambio mi billete de autobús y me espero hasta por la tarde para recuperar la mochila.
Al día siguiente, ya con mi cámara me voy para China, el bus me deja en la frontera, y allí nos recoge un carrito de golf en el que pasamos a China. Al otro lado nos espera otro bus. Esto ya se nota que es otra cosa, el lado chino, majestuoso; la carretera, una autovía sólo para los que venimos de la frontera, nada que ver con la carreterucha de montaña del lado vietnamita.
Al llegar a Nanning, tengo que ir a la estación de tren, consigo sacar yuanes en el quinto cajero que encuentro.
Las estaciones chinas son un caos ordenado, pero sin saber leer ni hablar son horribles. 
Saco billetes para Guilin, donde he quedado con Rubén, me dicen (entiendo) en ventanilla que tiene que ser de pie, que no hay asientos, así que nada, me preparo para lo peor. La estación está abarrotada de gente, ¡ya estoy en China¡. Me monto en el tren y resulta que tengo asiento, no así todos los que me rodean. El camino se hace largo e incómodo.

 La quedada en Guilin la hicimos por internet, quedamos en un hostal cerca  de la estación de tren, yo llegué a las 3 de la mañana, Rubén llegaría  cinco horas después.
Como eran horas tempranas, el feliz reencuentro lo festejamos con unos buenos churros (igualitos, cosa rara)

 Cómo era temprano, decidimos aprovechar del tirón e irnos al Valle de las terrazas del Dragón, dejamos las mochilas y nos vamos con lo puesto, dispuestos a pasar una noche en el valle. Cuando llegamos, un río de turistas chinos (lo normal en China) nos quita las ganas de hacer fotos, así que tiramos para arriba, y más para arriba aún por la escalera de piedra que hace el camino. 
Algunos van mejor que otros...

En cuanto dejamos los pueblos accesibles con coche, dejamos de ver turistas, y empieza el disfrute. El valle aterrazado y las aldeas salpicadas en el camino hacen de la ruta una delicia, si obviamos la calor y la humedad que soportamos.




A medida que avanza la tarde, cada vez se hace más patente la necesidad de encontrar algo para dormir, el croquis que tenemos ocupa lo que un sello de correos, así que las distancias son relativas. Pero tenemos claro que si queremos llegar al siguiente pueblo principal, donde hay hoteles, llegaremos de noche.
Por el camino, nos encontramos con estas señoras, que nos dicen que el siguiente pueblo está a más de tres horas (nosotros le echábamos dos horas) y seguidamente nos ofrecen quedarnos en su casa a cenar y dormir. Después de negociar, aceptamos.

Rubén negociando cena, cama y jacuzzi.
La gente de estas tierras son de la etnia Jiao, las mujeres no se cortan el pelo en la vida y lo llevan que parece un sombrero liado en la cabeza.
He aquí la bañera de la aldea.
La aldea



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